Sunday, November 16, 2008

Miserere

Era un conocido. Nos saludábamos al cruzarnos por las calles.
Su nombre: Darío; su oficio: fotógrafo; su distracción: la quiniela; su consuelo: la cerveza; su compañía: la soledad.
Todos lo apreciaban en el pueblo.
Fui a su velatorio.
Allí el padre, su papá, parado junto al muerto repetía una y otra vez: "perdoname Darío, perdoname Darío"...
Con voz queda, su ruego insistente martillaba el borde del féretro en un intento inútil por despertar la compasión.
¡Quién sabe qué acto vil lo impulsó a tan grande contricción!
Casi podían oirse los reproches de su conciencia. Sus ojos enrojecidos dejaban translucir, como en dos cristales, las llamaradas de su alma. Las lágrimas no apagaban el fuego que lo consumía.
Magnificado todo por lo irreversible, esa escena me mostró cuán cerca estamos del infierno.

Huyendo, me interné en la noche, sospechando en cada sombra el espectro del muerto que, en un acto supremo de piedad, absolviese al pecador. "El sueño, hermano de la muerte" (decía el aeda) tardó en venir a mi cuarto, quizás espantado por esos temores inexplicables que, de tanto en tanto, asolan el alma humana.

El hombre, hacedor de dioses, termina, también, creando sus propios infiernos.

Agnus dei qui tollis peccata mundi; ora pro nobis.

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