Sunday, November 16, 2008

M

Creí una vez que si había una sola alma que ignoraba la maldad aún en la forma más opaca era la suya. Su sonrisa frecuente era incapaz de ocultar una tristeza que asomaba en sus ojos, reflejando, quizás, una herencia remota, ancestral. Daba la idea de que cruzaba por el mundo con un determinismo inexorable, fatal.
De haber sido su vida en edades bíblicas, de la mano de Abraham, con su sola inocencia, habría salvado del fuego a las dos ciudades más pecadoras.
En una oportunidad me comentó que Dios era el programador de sus actos y la ayudaba en sus momentos difíciles. Le respondí que este señor no sería una persona muy cuerda si primero la metía en un lío, para sacarla luego de él; o que, en el más optimista de los casos, la agarraba para la joda. Se puso muy mal y me dijo que no debía hablar de ese modo.
En verdad, poseía una fé enorme, su creencia era de un realismo palpable, tal como el llanto de un bebé en un colectivo. Su Jehová le era particular (de su propiedad): no lo compartía en las sinagogas.
Alguien con no muchas aristas para inspirar grandes recuerdos, pero sí, con una bondad e inocencia capaz de perdurar hasta en la memoria más perezosa.
Ésta es la imagen que tengo de ella. Ruego a su Dios, no la abandone en los momentos de congoja.

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