Wednesday, March 2, 2011

Cronos

1955. Santa Eufemia, Córdoba. Fines de julio.
Nos encontramos en el velorio de nuestro abuelo (digo nuestro porque su mamá y mi padre eran hermanos). Vinieron muchísimos parientes y se turnaban para dormir. Estuvo, este hombre, como una semana hasta que al fin falleció.
Una tarde la vi a R acurrucada en el piso entre dos camas y, con suavidad y tacto para no despertarla, le di un beso en la mejilla. Tenía 14 años y yo 16. En esos días nos juntábamos en una piecita que, a manera de despensa, mi madre utilizaba para almacenar los dulces, las salsas de tomate, picles, y frutas secas que ella misma elaboraba y, entre otras cosas, chucherías de todo tipo entre las que se destacaba un viejo arcón que usábamos de asiento para leer la revista chilena Ecran, cuyo contenido se refería al cine en general. Estábamos juntos todos los días.

1957. Inriville, Córdoba. Principios de febrero.
Realizaron, en la chacra de mi tío, una fiesta que duró más de diez días (así era antes) para conmemorar el cumpleaños de 15 de varias primas. R, Olga, Lucila, Inés, y mi hermana, todas más o menos de la misma edad.
Creo que fue mi padre quien contrató una avioneta Piper para pasearnos. La invité a dar una vuelta y fue en el aire que la besé en el hombro. Se sonrojó, y vi en sus ojos, por primera vez, la chispa del amor. El amor nace en una chispa, y sabe quién en qué incendios acaba!

1958. Los Surgentes, Córdoba (su pueblo). Enero, quizás febrero.
Fuimos con mi familia a visitar a la suya. Los caminos eran de tierra negra y como había llovido, nos empantanamos varias veces. Yo llegué completamente embarrado. Mientras me lavaba, con una bomba de manija que estaba en el patio de su casa, levanté la vista y me encontré con sus ojos. Ese fue el destello definitivo (ella también lo vivió).

1959. Ciudad de Córdoba. Quizás mediados de año.
Con un nerviosismo no ajeno a la edad y un temor al rechazo que me asfixiaba, le dije "mi amor" en una carta. Me contestó que ella siempre me había amado. En ese momento el paraíso dejó de ser una palabra para mí. Nos carteamos varios meses destilando tanta miel como ansiedad.

1960. Ciudad de Córdoba. ?
Estando en el servicio militar, decidí al fin visitarla. Me recibió una tardecita en el umbral de su casa, en los Surgentes. El asombro casi nos había paralizado. No atiné a otra cosa más que un beso en la mejilla, que tenía más de vergüenza que de amor. Después de la cena nos besamos por primera vez y allí sí creí que el hombre no sólo crea a los dioses, sino que él mismo es uno de ellos y su felicidad abarca el universo todo. Allí, en se instante, el ser humano es eterno.
Según le sugiere su memoria, ella contó seis visitas a su casa, la mía, contaminada por el olvido, tres. (La mujer, en estas cuestiones, es más certera que el hombre.)
Contemporánea del primer beso comenzó a oírse la desaprobación de nuestras familias. Primero un murmullo ralo. Uno que otro, en voz baja comentaba nuestra parentesco (como dije antes, éramos primos hermanos). En poco tiempo subió de tono y se generalizó. Al año, quizá mucho menos, la crítica y el descontento eran tal que todos, sin excepción, daban su veredicto condenatorio. Mi madre, Torquemada en sus juicios, capitaneaba todo ese clero cuya sotana era la ignorancia y su cogulla, los prejuicios. De allí devino la intolerancia total. Se convirtió en un incesto, intervino el llanto, los juramento, y se pudrió todo! Cada mañana, cada desayuno, mi madre, anegada en lágrimas, me rogaba la ruptura. Mi padre, tal vez influenciado por ella, mi hermana Nelly, pariente que me cruzara por allí, y cuanto tipo fuera, se sumaban al ataque. Soporté no sé cuánto tiempo, al fin triunfó la inquisición prendiéndome fuego el alma: tuve que retractarme.
Le escribí una carta lapidaria en la que terminaba con todo y cuyos términos precisos ignoro. No obstante, a los pocos días de ese infierno le escribí de nuevo, contándole lo arrepentido que estaba y pidiéndole perdón. No hubo respuesta.
Al tiempo le envié otra carta repitiendo los ruegos, y perduró el silencio. Como nadie se resigna a perder un amor, insistí con una tercera, ya acosado por la desesperación. Y nada. El silencio me ahogaba, en verdad se me había incendiado el alma. Imaginé que me había olvidado por otro. Pasados algunos meses, le comenté en una cuarta carta que había encontrado en la vida a una inglesita divina y esperaba que también ella fuese feliz. Creo que a mediados de 1963, es avara mi memoria.

1964. Ciudad de Córdoba. 7 de noviembre.
Velatorio de mi madre en casa de mi padre. Estaba yo con "la inglesita" al borde del féretro y le inquiero por R a Ovidio, un primo nuestro. Me contesta muy orondo que estaba de novio con un muchacho de Cruz Alta, Córdoba, y que pronto se casaría.

1978. Mataderos, Capital Federal.
Visito a un tío al que no veía desde hacía años y a quien yo apreciaba mucho. Él me comenta, sin que yo se lo preguntara, que R todavía me amaba. Me reí, porque pensé en una cargada. Me insistió que era verdad. Le pregunté cómo lo sabía y me respondió que había ido a pasear por allá. Esa noche volvió ella a mi memoria, pero no perduró porque hacía poco tiempo que me había vuelto a juntar, por tercera vez, con "la inglesita".

2011. Ciudad de Córdoba. Comienzos de enero.
Casa de mi hermana Nelly, vacaciones, amigos entrañables, paseos, sierras, asados, museos. Decidí volver no sé qué día y uno de esos amigos, médico y compinche de juventud, me insta a prolongar la estadía. Y así fue. Y es así como no debería haber sido. Una de esas noches, suena el teléfono, atiende mi hermana, que se queda un buen rato hablando. Yo tomaba mate. En un momento me llama y me alarga el tubo. Una voz de mujer me sorprende. Me dice que es fulana de tal, una prima de un pueblo de Córdoba, no lejos de Los Surgentes. Yo la había visto por última vez en aquella fiesta de 15, en casa de su padre, más de 50 años atrás, cuando era una niña. No sé de qué hablamos, porque para mí era totalmente desconocida. No obstante me comenta, y de ahí su deseo de comunicarse conmigo, que R me estaba buscando y como mi hermana aún la odia, nunca se comunicaron. Me da su número de teléfono. Demás está decir que su solo nombre me shoqueó y de no haber estado enjaulado en las costillas, mi corazón se fugaba. Sentía sus golpes desesperados contra el pecho. El número de línea de 10 dígitos no necesité escribirlo. Se grabó en mi memoria como la impronta del martinete en el hierro.

Al otro día a las 3 de la tarde hablé con ella.

La conversación y las sensaciones que me produjo están en la primera carta, lo que no está allí es esto: Cuando le pregunté por qué no había respondido a los gritos que guardaban aquellas cartas del pasado, me contó que en un principio había recibido sólo la primera carta, la de la ruptura, y que, recién 11 años después su madre le arrojó sobre una mesa las otras cuatro. ¿Tanto odio me profesaba esa vieja arpía? Eso fue fatal. Ya tenía sus hijos . Se hundió en una depresión, mayor de la que le produjo la ruptura años antes. Su hermana Hilda confirmó lo que ya había oído de ella misma: que estaba muerta en vida y lo único que le interesaba en su existencia eran sus 3 hijos. Me confesó que no había amado a nadie más. “Las cosas que ella me dijo por hombre yo no las digo”.

26 de febrero de 2011.

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